Un espacio ideado para aquellos que aun gustan de leer historias
mas allá de lo humano, en donde las letras se aventuran a intentar llevar los
sentidos de la mente a escenarios llenos de pavor, situaciones que están fuera
de nuestro control.
Soy muy asiduo a la literatura de terror y misterio, y he querido
compartir con ustedes algunos cuentos contenidos en una serie de libros viejos,
historias que merecen ser leídas. No tengo demasiada información sobre los
autores de estas obras, tampoco del año en que se editaron. Mi deseo es
simplemente exponer nuevas cosas más allá de la política y la música. Aceptaré
que la gente envíe sus relatos (si es que existen quienes escriban sobre terror
y misterio), de hecho, les pido lo hagan.
UN HERMOSO SUEÑO DE VENGANZA
José León Cano
Extraños y maléficos monstruos aparecen de
vez en cuando en la ciudad. Se ocultan, posiblemente, en el submundo de las
ruinas o las alcantarillas… y no se sabe si por influencia de la luna, o porque
se enciende su sangre impura, afloran a la superficie para cometer las mas
terroríficas fechorías.
Extreme las precauciones, sobre todo si es
usted una mujer joven y bonita, o si usted, hombre, la tiene a su lado, o ella
es su compañera. Y esté prevenido… este es el relato de un protagonista que
sigue luchando, casi inconsciente, con esa extraña bestia… amenaza de tantas
ciudades.
***
Sabes que estar sólo es lo peor que te puede
pasar. Y sin embargo aquí estás, esperando que se te acerque en cualquier
momento, aguantando como puedes la humedad y la fetidez de esta lóbrega cámara,
con la linterna apagada y en silencio, procurando hacer el menor ruido posible,
en un mundo negro y vacío en el que no puedes encontrar más asidero que la
empuñadura de tu pistola.
La última vez alcanzaste a ver el destello
maligno de sus ojos grises. Fue un segundo antes de que la forma se amparase en
las sombras del largo corredor, camino de quién sabe qué ominosa guarida. Luego
escuchaste el ruido de sus pies, arrastrándose pesadamente. Creías haber
distinguido un rostro abyecto, animal, y una enorme silueta peluda, brillante
con el tímido resplandor de tu linterna. Entonces podías haber seguido esos
pasos, enfrentarte a ese ser monstruoso y matarlo. Pero recordaste todo lo que
tu enemigo es capaz de hacer, la maldad de esos ojos pequeños, retadores, te
fascinó, y el miedo fue más fuerte que tú.
Cuando te dijeron que las alcantarillas de
la ciudad podían albergar a seres increíbles, capaces de concebir el asesinato
como sólo la mente de un loco puede hacerlo, de ensañarse con sus víctimas
hasta dejarlas convertidas en un informe montón de carne despedazada, no te lo
pudiste creer.
Pero luego tuviste que enfrentarte con la
evidencia: lo que quedaba de aquella pobre chica te revolvió las entrañas con
una nausea insufrible hasta hacerte vomitar. Un trozo blanquecino de la traquea
colgaba de su cuello brutalmente seccionado, y de su rostro machacado había
desaparecido cualquier reconfortante signo de humanidad. El ojo izquierdo
arrancado de cuajo, dejando al descubierto la órbita espantosa, sanguinolenta.
La siniestra sonrisa de su boca, cruelmente alargada a dentelladas hasta los
lóbulos de las orejas. Ese brazo semidevorado, mostrando entre la sangre la
lívida blancura de los huesos…
El silencio se interrumpe de vez en cuando
por el lento gotear del techo, y eso te hace recordar aquella madrugada
lluviosa, fría, en que por primera vez conociste la fuerza irracional del
horror, materializada en los despojos de lo que había sido un hermoso cuerpo de
mujer. Ivete Formentier, dieciocho años, estudiante. Sus zapatos negros tirados
en el asfalto, brillando como espejos de hematites bajo la lluvia, y junto a
ellos la sabana mojada, improvisado sudario que cubría piadosamente las
espantosas huellas del asesinato. Ordenaste a uno de los gendarmes que la
levantara, y lo que viste te marcó para siempre. Ese vestido azul deshecho,
ensangrentado, que dejaba al descubierto la insoportable presencia de los
intestinos, el baile indiferente, cruel, de la lluvia ensanchando el charco de
sangre diluida y transformándolo en delgados hilos de carmín, la infame
maceración del sexo, convertido el monte de Venus en una indescriptible
carnicería…
Los gendarmes observaron la paralización de
tus orbitas, la palidez de tu rostro y otros signos de tu nausea creciente. Tu
prestigio de hombre de mármol se derrumbó cuando, sin poderlo evitar, vomitaste
hasta la ultima gota.
Pero aun te esperaba otro trago fuerte:
escuchar la descripción de los hechos. En la comisaría te habló el único
testigo, un viejo clochard, borracho
perenne y alucinado, que contaba una historia inasimilable, probablemente
inspirada –pensaste entonces- en los delirios del alcohol. Era una sarta de
extravagancias terribles, narrada con esa voz gangosa y entrecortada del ebrio
que rememorando una espantosa escena, se esforzase por demostrar inútilmente
una absoluta lucidez. Sentiste lastima de aquel deshecho humano que se dirigía
a ti, señor inspector Lefévre, asegurándote por todos los muertos de su familia
que estaba diciendo la verdad.
Sí, sí, cuando lo vio estaba borracho, esa
era su forma natural de soportar las infamias de la vida, señor inspector
Lefévre, siempre bebiéndose las noches por las calles oscuras, cantándole a los
faroles, con frío o calor, tanto si llueve como si se recibe el bálsamo de la
luna llena, siempre así, inspector, porque su esposa era una botella de vino y le
había jurado amor eterno. Pero tenía los ojos bien abiertos cuando por las
bardas del cementerio de Pére Lachaise empezaba a clarear y vio como la chica
se apresuraba, con los libros bajo el brazo, camino seguramente de una boca del
metro. Se apagó la farola sobre la que estaba amarrado y sobre la que trató de
erguirse, a modo de báculo, para decirle cuatro piropos a la chica cuando
pasara a su lado. Y lo vio todo. Vio como una cosa oscura, que parecía un oso,
un orangután o tal ve un hombre disfrazado de esos dos animales, traspasaba la
oscuridad de una esquina y se acercaba a la jovencita. El no se lo podía creer,
pero allí estaba, jadeante, con los brazos semiencogidos y las garras abiertas,
en actitud de ataque…
“… La chica dio un grito y corrió hacia
donde me encontraba. Pero la cosa emitió un sonido débil, una especie de queja
o gemido, y de un salto la atrapó. El miedo me impedía moverme de donde estaba,
y la chica seguía mirándome cuando las manos, garfios o lo que fueran, de esa
cosa oscura, apresaron su cuello y el grito de la chica murió de repente. Las
uñas se hundieron lentamente en el cuello, que cedió como si fuera una masa de
pan, y cuando aparecieron las primeras gotas de sangre aquel ser horrendo se
enardeció y comenzó a imitar, contra el débil cuerpo de la muchacha, los
movimientos de la copulación. Fue horrible escuchar su jadeo, sus gritos de
lujuria mientras le desgarraba el vestido, mientras apresaba, como para
devorarlo, su hermoso cuerpo semidesnudo.”
“Pero lo increíble, señor inspector Lefévre,
es que, efectivamente, comenzó a devorarlo. ¡Gran Dios! La chica gritaba y
gritaba mirándome, y aquella cosa abominable hundió su boca en el vientre,
desgarrándolo. Quise huir, pero el terror me paralizaba y lo vi. todo. vi. los
movimientos convulsos de la chica, todavía consciente, pero ya incapaz de
gritar, cuando aquellos dientes relucientes como el acero, abrieron un
sangrante boquete en el bajo vientre y comenzaron a devorar… Cuando era
pequeño, inspector, vi. a un cerdo devorar el cadáver de un recién nacido. Pero
aquel monstruo devoraba la carne viva, palpitante, y sus fauces estaban
enrojecidas de sangre caliente… Le juro, inspector, que hubiera muerto
gustosamente en ese momento si con ese precio podía ahorrarme el resto del
espectáculo. Pero el terror me encadenaba a aquella farola y tuve que
soportarlo todo, todo hasta el final…”
Observabas la vacilación de aquel hombre, el
temblor de sus piernas, la agitación creciente de sus manos, mientras acababa
con los pormenores de su horroroso relato. No quisiste que ahorrara detalle
alguno y, en consecuencia, supiste como aquella masa oscura mordisqueaba,
arrancaba, seccionaba…
“…Temí que me hubiera visto, temí que yo
sería su segunda víctima, pero a pesar de ello mis piernas seguían sin
obedecerme, me sentía incapaz de correr. Cuando acabó su carnicería levantó el rostro del suelo, donde yacían los
despojos de la chica, y me miró. Era una mirada fría, lejana, lacerante…
Hubiera jurado que se trataba de un hombre, a no ser por la extremada negrura
de su rostro peludo. Abrió la boca con una horrible mueca, que tal vez quería
ser una sonrisa, y contemplé sus colmillos sangrantes, desmesuradamente largos,
de un extraño color metálico. Tenía las uñas largas y retorcidas, y no le
miento, inspector, sus uñas y sus dientes brillaban como si fueran de metal.
Pensé que había llegado mi última hora, pero aquel monstruo peludo y
ensangrentado no me atacó. Me dio tranquilamente la espalda, se encaminó a una
boca de la alcantarilla, la abrió, se sumió en ella y la cerró por encima de su
cabeza.”
Trescientos policías repartidos en pequeños
grupos, recorrieron el insondable universo de las alcantarillas. El subsuelo de
París era una lóbrega congregación de pasadizos, túneles y galerías, algunas de
ellas cegadas desde los tiempos de la Convención. Tres
días de afanosa búsqueda no dieron resultado alguno. Ejércitos de ratas, de
temible apariencia por su volumen excesivo, huían de vuestra presencia sin demasiada prisa. Tuviste ocasión de comprobar
como alguna de ellas volvía el hocico y os mostraba sus dientes en actitud de
reto, y entonces recordaste lo que te dijo el viejo sobre sus dientes
metálicos, afilados… La rabia te cegó y llegaste a pisotear a uno de aquellos
animales inmundos, que se hundió en las tinieblas de la muerte profiriendo una
estridente queja, un grito agudo semejante a los que, según el testigo, había
exhalado la presunta bestia…
Y
ahora estas aquí, a la espera de que este silencio subterráneo sea desgarrado
en cualquier momento por un grito abominable. Sabes que vendrá a tu encuentro
necesariamente. Pero reconoce que estás temblando, que el mas pequeño ruido te
sobresalta, porque temes que tu venganza no llegue a concretarse nunca. ¿Qué
pasará si te falla la pistola, si eres sorprendido por la espalda, si ese
engendro de una pesadilla demuestra ser más inteligente o mas rápido que tú?
Prefieres no pensar en eso. Gustosamente
darías unos pasos hacia atrás, a ciegas, hasta que tu espalda sintiese la
reconfortante existencia de una pared. Pero sabes que el enemigo está cerca,
tal vez mucho mas cerca de lo que te imaginas, y el ruido de los pasos te
delataría. Aguanta a pie firme, controla la respiración, comprueba que no está
echado el seguro de la pistola que empuñas con la derecha, que el interruptor
de la linterna está al alcance de tu pulgar izquierdo…
El plan que propusiste a tus superiores les
pareció tan descabellado como peligroso. Pero tú sabías que era la única forma
de acabar con él. Habían pasado días y días tras la infructuosa búsqueda y no
había dado señales de vida. Rastrear a fondo todos los rincones de las
alcantarillas de París hubiera sido una labor de años. Alguien había dicho que
podía ocultarse en ellas todo un pueblo sin ser descubierto jamás, puesto que
desembocado en los corredores conocidos existían otros, a veces ocultos por
delgadas capas de ladrillo, cuya procedencia se remontaba a la época en que
París era una intrincada ciudad medieval, continuamente expuesta al cerco y
acoso de ejércitos enemigos. Pero la siguiente victima te dio una pista segura.
El cuerpo destrozado de la otra muchacha, Lola Martínez, una criada española,
apareció apenas unas esquinas mas allá de donde se había cometido el primer
asesinato. Era evidente que aquel ente sanguinario sentía cierta predilección
por las jovencitas, ya que Lola acababa de cumplir los diecinueve años. Pero no
fue esta circunstancia, ni el hecho de que su cuerpo mostrara también los
horrores de la mutilación lo que te dio la pista, sino algo tan sencillo como el
que , tanto como en uno como en el otro caso, faltara el ojo izquierdo de la
cabeza.
Semejante coincidencia ponía de manifiesto que el autor de los crímenes
seguía unas pautas de comportamiento evidentemente monstruosas, pero humanas.
Te resultó claro entonces que no ibas a enfrentarte a una bestia, sino a un
perturbado para quién el ojo izquierdo debería tener especial significación. Estaba claro que coleccionaba
ojos del lado izquierdo, pero ¿con que finalidad?
Las tapias del viejo cementerio de Pére
Lachaise habían sido testigos de ambos asesinatos. Tal vez la clave se
encontrara allí, y hacia allí dirigiste el curso de tus investigaciones.
Congregaste a los empleados y enterradores y les preguntaste si durante los
últimos días habían observado algo
anormal, por mínimo o insignificante que les pareciera. No encontraste
respuesta. Y ya te ibas a despedir cuando uno de los vigilantes nocturnos
carraspeó y manifestó que dos noches antes (exactamente la misma en que habían
asesinado a Lola Martínez) creyó escuchar un rumor de pasos, “aunque estamos en
otoño y tal vez fueran las hojas barridas por el viento”, en determinada
galería del ala norte, pero una vez allí no vio nada fuera de lo normal. Le
rogaste que te llevara a ese sitio. A un lado se levantaba una pared de
columbarios y al otro se abría un campo de lápidas y panteones. Pero al final
de la calle encontraste lo que buscabas: una boca de alcantarilla.
Inspeccionaste minuciosamente la zona, con
la ayuda de los empleados. El sol regalaba coronas de oro a los altos cipreses,
vencida ya la tarde cuando, a unos doscientos metros y varias manzanas de
aquella boca de alcantarilla, descubriste que la lápida de uno de los
columbarios, a ras de su8elo y sin inscripción, cerraba el nicho simplemente a presión,
ya que manos anónimas habían deshecho la cimentación de los albañiles. Era
evidente que la tumba había sido profanada. Fue un golpe de suerte porque había
que fijarse mucho para darse cuenta de ello, con tanta exactitud se ensamblaba
el mármol a las junturas. Te felicitaste por ello, y te bastó un leve empujón
para que la lápida cediera.
Pensabas, pobre inspector Lefévre, que tus
muchos años de oficio te habían vacunado para siempre del espanto. Pero no fue
la ropa corroída de aquella mujer, ni la carne tumefacta, horadada de gusanos,
lo que te envenenó el aliento, paralizándote los pulmones, cuando el ataúd fue
exhumado y abierto. Era que en la órbita izquierda de aquella cabeza habían
abierto un horrible boquete y a su lado, sobre la deshecha cabecera del ataúd,
habían depositado dos bolas sanguinolentas, vítreas, con las retinas
definitivamente abiertas al ultimo horror…
Maldijiste de tu oficio, de los macabros
frutos que en ocasiones te veías obligado a recoger, y empezaste a sentir en la
garganta esa sed áspera, turbadora, de la venganza. Quienquiera que fuese ese
monstruo abominable acabaría cayendo en tus manos, y cuando eso sucediera no
conocerías la piedad.
No te
fue difícil averiguar la identidad del cadáver. Se trataba de Jean Louise
Nerval, una chica de la
Provenza que, como tantas otras, había acudido a París en
busca de trabajo. Estuvo empleada varios meses en una conocida boutique de los
Campos Eliseos. Luego descubrieron su cuerpo ensangrentado, empuñando una
pistola, en la cama de su apartamento. Aparentemente había puesto fin a su vida
disparándose en el ojo izquierdo. Los vaivenes de la política habían aconsejado
que, por aquellos días toda la policía de París siguiera la caza de un famoso
gangster, distrayendo así la atención pública de otros temas mas peligrosos. En
el acoso y derribo de este individuo, al que finalmente ejecutaron en plena
calle, siguiendo el ejemplo de las películas americanas, no había tiempo para
ocuparse de otros asuntos, y así se dio por buena la teoría de que Jeanne
Louise Nerval, de quien se decia que sufría depresiones a menudo, se había
suicidado.
Insististe que no había sido así al
descubrir, junto al cadáver, el horrendo homenaje de aquellos dos ojos
arrancados, e imaginaste una historia terrible en que la pasión y el sadismo
habían forjado una cadena de horrores que el verdugo prolongaba más allá de la
muerte de la víctima. Pero las indagaciones en torno a la muerte de Jeanne
Louise fueron infructuosas, y el único camino que te quedaba pasaba por aquella
boca de alcantarilla que pasaba por el cementerio del Pére Lachaise.
El invierno comenzaba a afilar sus cuchillos
sobre el negro pedernal de las noches de París. Pero una a una, durante semanas
interminables, hiciste guardia bajo los cipreses, cerca de aquella boca de
alcantarilla, cada vez mas consumido por tu acuciante sed de venganza.
Una a una hasta esa noche en que, por fin,
esa boca de alcantarilla se ha abierto de nuevo. Ya casi no esperabas, pobre
inspector Lefévre, contemplar la malignidad de esos ojos grises, la torpeza de
monigote gigantesco de esos pasos lentos, inseguros; ya casi habías perdido la
esperanza de escuchar como se arrastran esos pies que tan enormes y peludos te han parecido a
la difusa luz de la luna, con qué lúgubres ecos resuena su respiración
entrecortada por las paredes del cementerio. “Es un blanco fácil y puedo
disparar ahora, te has dicho antes de que el miedo y una abyecta curiosidad se
apoderasen de ti porque lo cierto es que querías ver representada ante tus ojos
la horrenda escena que tantas veces habías imaginado.
Y en efecto, ante ti se han desarrollado,
tal y como esperabas. La negra piel con que se cubre está de nuevo reluciente
de sangre, la misma sangre que empaña esa armadura metálica con que cubre sus
dientes, esa misma sangre que le gotea de sus extraños guantes, acabados en
cinco garfios retorcidos. Ahí tienes a tu enemigo, desdichado inspector
Lefévre, con el copioso sudor dibujándole chorreones sobre la cara tiznada de
hollín, encaminándose a profanar de nuevo la tumba, provisto de un objeto
redondo, sanguinolento, en su mano derecha. Observa con qué sigilosa maña
extrae la lápida, con qué increíble fuerza y pericia saca el ataúd, procurando
hacer el menor ruido posible. Y míralo ahora, arrodillado frente a ese rostro
corrompido. Observa con que pasión lo besa, escucha ese largo gemido, ese
desesperado lamento. Y no, no sueñas, puedes percibir con claridad la
naturaleza de este nuevo rumor que te llega a los oídos: está llorando.
Si fuera posible llegar a sentir compasión
por este ser abominable, ahora la estarías sintiendo. Pero mira como relame el
ojo de su nueva víctima, como lo pasa por la piel de oso que cubre su brazo
para abrillantarlo, para limpiarlo de impurezas, y como finalmente sonríe con
ojos extraviados y deposita su ofrenda junto a las anteriores. El llanto ha
sido sustituido por un regüeldo espantoso, y de las profundidades de su
estomago aflora hasta las comisuras de sus labios un hilo de sangre…
Incapaz de reacción alguna, fascinado por la
ominosa naturaleza de lo que presencias, esperas a que el ataúd se selle, sea
de nuevo introducido en el nicho y éste se cierre con la lápida. ¡Ahora es el
momento de actuar!
Pero antes que te levantes del escondite,
antes de que aciertes a encañonarlo con tu pistola, él se ha vuelto y se ha
dirigido directamente hacia ti, seguro, maligno, con una tenebrosa sonrisa
dibujándose en su cara tiznada, brillándole mas que nunca esos dientes
metálicos… ¡Sabía que estabas allí desde que abrió la tapa de la alcantarilla!
Ahora le estas apuntando directamente entre los ojos, pero tiemblas, no puedes
evitar que un sudor frío te empape hasta los huesos, y tu dedo trata en vano de
oprimir el gatillo… es apenas un segundo cargado de brumas que oscurecen tu
mente, pero la mente de tu enemigo está despierta, sus reflejos esquizofrénicos
son mas rápidos que los tuyos, y antes de que quieras darte cuenta sobre tu
rostro el viscoso calor de un escupitajo ensangrentado… Los muertos se
sobresaltan entonces con el ruido de tu inútil disparo (es el tronco de un
viejo ciprés el que lo recibe) y tu oscuro enemigo alcanza con asombrosa
celeridad la boca de la alcantarilla.
Ahora
has caído en la trampa porque el furor te ciega, contagiándote la locura de tu
enemigo. Te internas en su terreno, en ese oscuro laberinto subterráneo donde
hasta las ratas son capaces de hacerte frente. Corres, completamente fuer
a de
ti, por esos pasillos húmedos, llenándote la cara de telarañas, mientras al
fondo, muy al fondo, mas allá del pobre alcance de tu linterna, resuenan esos
pasos lejanos hasta perderse en el silencio mas absoluto.
Te das cuenta entonces de que estás solo,
horriblemente solo, y de que eres incapaz de encontrar salida. No te queda mas
asidero en este mundo de sombras que la empuñadura de tu pistola, ya que la
linterna encendida delataría tu presencia… Y ahora vuelves de nuevo a escuchar
unos pasos ¿O es el desenfrenado galope de tu corazón? Presientes que la muerte
está cerca, mucho mas cerca de lo que te imaginas, ya que sus dedos fríos
acarician tu espalda vulnerable. ¿Serás alguna vez capaz de dar los pasos
necesarios para encontrar la defensa de una pared?
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