20/5/13

HISTORIAS PARA LIBERAR NUESTROS MIEDOS


Un espacio ideado para aquellos que aun gustan de leer historias mas allá de lo humano, en donde las letras se aventuran a intentar llevar los sentidos de la mente a escenarios llenos de pavor, situaciones que están fuera de nuestro control.
Soy muy asiduo a la literatura de terror y misterio, y he querido compartir con ustedes algunos cuentos contenidos en una serie de libros viejos, historias que merecen ser leídas. No tengo demasiada información sobre los autores de estas obras, tampoco del año en que se editaron. Mi deseo es simplemente exponer nuevas cosas más allá de la política y la música. Aceptaré que la gente envíe sus relatos (si es que existen quienes escriban sobre terror y misterio), de hecho, les pido lo hagan.


UN HERMOSO SUEÑO DE VENGANZA
José León Cano

  Extraños y maléficos monstruos aparecen de vez en cuando en la ciudad. Se ocultan, posiblemente, en el submundo de las ruinas o las alcantarillas… y no se sabe si por influencia de la luna, o porque se enciende su sangre impura, afloran a la superficie para cometer las mas terroríficas fechorías.
  No sólo provocan la muerte y el terror del ciudadano, de alguna muchacha infeliz y solitaria. Porque acechan misteriosamente, siempre acechan, eligiendo con paciencia a su víctima. Luego aparece un cadáver en cualquier esquina, desgarrado y acaso despedazado por unas dentelladas desconocidas, que no parecen humanas. Y lo mas terrible es que el monstruo, el posible monstruo, parece que tenga una mente tan sanguinaria y perversa como la del hombre, o la misma inteligencia… y acaso tenga un repugnante sentimiento de fidelidad o de ternura… que le incita a perseguir y a destrozar a su víctima, en una sed inagotable de muerte y de sangre.
  Extreme las precauciones, sobre todo si es usted una mujer joven y bonita, o si usted, hombre, la tiene a su lado, o ella es su compañera. Y esté prevenido… este es el relato de un protagonista que sigue luchando, casi inconsciente, con esa extraña bestia… amenaza de tantas ciudades.

***

   Sabes que estar sólo es lo peor que te puede pasar. Y sin embargo aquí estás, esperando que se te acerque en cualquier momento, aguantando como puedes la humedad y la fetidez de esta lóbrega cámara, con la linterna apagada y en silencio, procurando hacer el menor ruido posible, en un mundo negro y vacío en el que no puedes encontrar más asidero que la empuñadura de tu pistola.
   La última vez alcanzaste a ver el destello maligno de sus ojos grises. Fue un segundo antes de que la forma se amparase en las sombras del largo corredor, camino de quién sabe qué ominosa guarida. Luego escuchaste el ruido de sus pies, arrastrándose pesadamente. Creías haber distinguido un rostro abyecto, animal, y una enorme silueta peluda, brillante con el tímido resplandor de tu linterna. Entonces podías haber seguido esos pasos, enfrentarte a ese ser monstruoso y matarlo. Pero recordaste todo lo que tu enemigo es capaz de hacer, la maldad de esos ojos pequeños, retadores, te fascinó, y el miedo fue más fuerte que tú.
   Cuando te dijeron que las alcantarillas de la ciudad podían albergar a seres increíbles, capaces de concebir el asesinato como sólo la mente de un loco puede hacerlo, de ensañarse con sus víctimas hasta dejarlas convertidas en un informe montón de carne despedazada, no te lo pudiste creer.
   Pero luego tuviste que enfrentarte con la evidencia: lo que quedaba de aquella pobre chica te revolvió las entrañas con una nausea insufrible hasta hacerte vomitar. Un trozo blanquecino de la traquea colgaba de su cuello brutalmente seccionado, y de su rostro machacado había desaparecido cualquier reconfortante signo de humanidad. El ojo izquierdo arrancado de cuajo, dejando al descubierto la órbita espantosa, sanguinolenta. La siniestra sonrisa de su boca, cruelmente alargada a dentelladas hasta los lóbulos de las orejas. Ese brazo semidevorado, mostrando entre la sangre la lívida blancura de los huesos…
   El silencio se interrumpe de vez en cuando por el lento gotear del techo, y eso te hace recordar aquella madrugada lluviosa, fría, en que por primera vez conociste la fuerza irracional del horror, materializada en los despojos de lo que había sido un hermoso cuerpo de mujer. Ivete Formentier, dieciocho años, estudiante. Sus zapatos negros tirados en el asfalto, brillando como espejos de hematites bajo la lluvia, y junto a ellos la sabana mojada, improvisado sudario que cubría piadosamente las espantosas huellas del asesinato. Ordenaste a uno de los gendarmes que la levantara, y lo que viste te marcó para siempre. Ese vestido azul deshecho, ensangrentado, que dejaba al descubierto la insoportable presencia de los intestinos, el baile indiferente, cruel, de la lluvia ensanchando el charco de sangre diluida y transformándolo en delgados hilos de carmín, la infame maceración del sexo, convertido el monte de Venus en una indescriptible carnicería…
   Los gendarmes observaron la paralización de tus orbitas, la palidez de tu rostro y otros signos de tu nausea creciente. Tu prestigio de hombre de mármol se derrumbó cuando, sin poderlo evitar, vomitaste hasta la ultima gota.
   Pero aun te esperaba otro trago fuerte: escuchar la descripción de los hechos. En la comisaría te habló el único testigo, un viejo clochard, borracho perenne y alucinado, que contaba una historia inasimilable, probablemente inspirada –pensaste entonces- en los delirios del alcohol. Era una sarta de extravagancias terribles, narrada con esa voz gangosa y entrecortada del ebrio que rememorando una espantosa escena, se esforzase por demostrar inútilmente una absoluta lucidez. Sentiste lastima de aquel deshecho humano que se dirigía a ti, señor inspector Lefévre, asegurándote por todos los muertos de su familia que estaba diciendo la verdad.
   Sí, sí, cuando lo vio estaba borracho, esa era su forma natural de soportar las infamias de la vida, señor inspector Lefévre, siempre bebiéndose las noches por las calles oscuras, cantándole a los faroles, con frío o calor, tanto si llueve como si se recibe el bálsamo de la luna llena, siempre así, inspector, porque su esposa era una botella de vino y le había jurado amor eterno. Pero tenía los ojos bien abiertos cuando por las bardas del cementerio de Pére Lachaise empezaba a clarear y vio como la chica se apresuraba, con los libros bajo el brazo, camino seguramente de una boca del metro. Se apagó la farola sobre la que estaba amarrado y sobre la que trató de erguirse, a modo de báculo, para decirle cuatro piropos a la chica cuando pasara a su lado. Y lo vio todo. Vio como una cosa oscura, que parecía un oso, un orangután o tal ve un hombre disfrazado de esos dos animales, traspasaba la oscuridad de una esquina y se acercaba a la jovencita. El no se lo podía creer, pero allí estaba, jadeante, con los brazos semiencogidos y las garras abiertas, en actitud de ataque…
   “… La chica dio un grito y corrió hacia donde me encontraba. Pero la cosa emitió un sonido débil, una especie de queja o gemido, y de un salto la atrapó. El miedo me impedía moverme de donde estaba, y la chica seguía mirándome cuando las manos, garfios o lo que fueran, de esa cosa oscura, apresaron su cuello y el grito de la chica murió de repente. Las uñas se hundieron lentamente en el cuello, que cedió como si fuera una masa de pan, y cuando aparecieron las primeras gotas de sangre aquel ser horrendo se enardeció y comenzó a imitar, contra el débil cuerpo de la muchacha, los movimientos de la copulación. Fue horrible escuchar su jadeo, sus gritos de lujuria mientras le desgarraba el vestido, mientras apresaba, como para devorarlo, su hermoso cuerpo semidesnudo.”
   “Pero lo increíble, señor inspector Lefévre, es que, efectivamente, comenzó a devorarlo. ¡Gran Dios! La chica gritaba y gritaba mirándome, y aquella cosa abominable hundió su boca en el vientre, desgarrándolo. Quise huir, pero el terror me paralizaba y lo vi. todo. vi. los movimientos convulsos de la chica, todavía consciente, pero ya incapaz de gritar, cuando aquellos dientes relucientes como el acero, abrieron un sangrante boquete en el bajo vientre y comenzaron a devorar… Cuando era pequeño, inspector, vi. a un cerdo devorar el cadáver de un recién nacido. Pero aquel monstruo devoraba la carne viva, palpitante, y sus fauces estaban enrojecidas de sangre caliente… Le juro, inspector, que hubiera muerto gustosamente en ese momento si con ese precio podía ahorrarme el resto del espectáculo. Pero el terror me encadenaba a aquella farola y tuve que soportarlo todo, todo hasta el final…”
   Observabas la vacilación de aquel hombre, el temblor de sus piernas, la agitación creciente de sus manos, mientras acababa con los pormenores de su horroroso relato. No quisiste que ahorrara detalle alguno y, en consecuencia, supiste como aquella masa oscura mordisqueaba, arrancaba, seccionaba…
   “…Temí que me hubiera visto, temí que yo sería su segunda víctima, pero a pesar de ello mis piernas seguían sin obedecerme, me sentía incapaz de correr. Cuando acabó su carnicería  levantó el rostro del suelo, donde yacían los despojos de la chica, y me miró. Era una mirada fría, lejana, lacerante… Hubiera jurado que se trataba de un hombre, a no ser por la extremada negrura de su rostro peludo. Abrió la boca con una horrible mueca, que tal vez quería ser una sonrisa, y contemplé sus colmillos sangrantes, desmesuradamente largos, de un extraño color metálico. Tenía las uñas largas y retorcidas, y no le miento, inspector, sus uñas y sus dientes brillaban como si fueran de metal. Pensé que había llegado mi última hora, pero aquel monstruo peludo y ensangrentado no me atacó. Me dio tranquilamente la espalda, se encaminó a una boca de la alcantarilla, la abrió, se sumió en ella y la cerró por encima de su cabeza.”
   Trescientos policías repartidos en pequeños grupos, recorrieron el insondable universo de las alcantarillas. El subsuelo de París era una lóbrega congregación de pasadizos, túneles y galerías, algunas de ellas cegadas desde los tiempos de la Convención. Tres días de afanosa búsqueda no dieron resultado alguno. Ejércitos de ratas, de temible apariencia por su volumen excesivo, huían de vuestra presencia sin  demasiada prisa. Tuviste ocasión de comprobar como alguna de ellas volvía el hocico y os mostraba sus dientes en actitud de reto, y entonces recordaste lo que te dijo el viejo sobre sus dientes metálicos, afilados… La rabia te cegó y llegaste a pisotear a uno de aquellos animales inmundos, que se hundió en las tinieblas de la muerte profiriendo una estridente queja, un grito agudo semejante a los que, según el testigo, había exhalado la presunta bestia…
Y ahora estas aquí, a la espera de que este silencio subterráneo sea desgarrado en cualquier momento por un grito abominable. Sabes que vendrá a tu encuentro necesariamente. Pero reconoce que estás temblando, que el mas pequeño ruido te sobresalta, porque temes que tu venganza no llegue a concretarse nunca. ¿Qué pasará si te falla la pistola, si eres sorprendido por la espalda, si ese engendro de una pesadilla demuestra ser más inteligente o mas rápido que tú?
   Prefieres no pensar en eso. Gustosamente darías unos pasos hacia atrás, a ciegas, hasta que tu espalda sintiese la reconfortante existencia de una pared. Pero sabes que el enemigo está cerca, tal vez mucho mas cerca de lo que te imaginas, y el ruido de los pasos te delataría. Aguanta a pie firme, controla la respiración, comprueba que no está echado el seguro de la pistola que empuñas con la derecha, que el interruptor de la linterna está al alcance de tu pulgar izquierdo…
   El plan que propusiste a tus superiores les pareció tan descabellado como peligroso. Pero tú sabías que era la única forma de acabar con él. Habían pasado días y días tras la infructuosa búsqueda y no había dado señales de vida. Rastrear a fondo todos los rincones de las alcantarillas de París hubiera sido una labor de años. Alguien había dicho que podía ocultarse en ellas todo un pueblo sin ser descubierto jamás, puesto que desembocado en los corredores conocidos existían otros, a veces ocultos por delgadas capas de ladrillo, cuya procedencia se remontaba a la época en que París era una intrincada ciudad medieval, continuamente expuesta al cerco y acoso de ejércitos enemigos. Pero la siguiente victima te dio una pista segura. El cuerpo destrozado de la otra muchacha, Lola Martínez, una criada española, apareció apenas unas esquinas mas allá de donde se había cometido el primer asesinato. Era evidente que aquel ente sanguinario sentía cierta predilección por las jovencitas, ya que Lola acababa de cumplir los diecinueve años. Pero no fue esta circunstancia, ni el hecho de que su cuerpo mostrara también los horrores de la mutilación lo que te dio la pista, sino algo tan sencillo como el que , tanto como en uno como en el otro caso, faltara el ojo izquierdo de la cabeza.
   Semejante coincidencia ponía  de manifiesto que el autor de los crímenes seguía unas pautas de comportamiento evidentemente monstruosas, pero humanas. Te resultó claro entonces que no ibas a enfrentarte a una bestia, sino a un perturbado para quién el ojo izquierdo debería tener especial  significación. Estaba claro que coleccionaba ojos del lado izquierdo, pero ¿con que finalidad?
   Las tapias del viejo cementerio de Pére Lachaise habían sido testigos de ambos asesinatos. Tal vez la clave se encontrara allí, y hacia allí dirigiste el curso de tus investigaciones. Congregaste a los empleados y enterradores y les preguntaste si durante los últimos  días habían observado algo anormal, por mínimo o insignificante que les pareciera. No encontraste respuesta. Y ya te ibas a despedir cuando uno de los vigilantes nocturnos carraspeó y manifestó que dos noches antes (exactamente la misma en que habían asesinado a Lola Martínez) creyó escuchar un rumor de pasos, “aunque estamos en otoño y tal vez fueran las hojas barridas por el viento”, en determinada galería del ala norte, pero una vez allí no vio nada fuera de lo normal. Le rogaste que te llevara a ese sitio. A un lado se levantaba una pared de columbarios y al otro se abría un campo de lápidas y panteones. Pero al final de la calle encontraste lo que buscabas: una boca de alcantarilla.
   Inspeccionaste minuciosamente la zona, con la ayuda de los empleados. El sol regalaba coronas de oro a los altos cipreses, vencida ya la tarde cuando, a unos doscientos metros y varias manzanas de aquella boca de alcantarilla, descubriste que la lápida de uno de los columbarios, a ras de su8elo y sin inscripción, cerraba el nicho simplemente a presión, ya que manos anónimas habían deshecho la cimentación de los albañiles. Era evidente que la tumba había sido profanada. Fue un golpe de suerte porque había que fijarse mucho para darse cuenta de ello, con tanta exactitud se ensamblaba el mármol a las junturas. Te felicitaste por ello, y te bastó un leve empujón para que la lápida cediera.
   Pensabas, pobre inspector Lefévre, que tus muchos años de oficio te habían vacunado para siempre del espanto. Pero no fue la ropa corroída de aquella mujer, ni la carne tumefacta, horadada de gusanos, lo que te envenenó el aliento, paralizándote los pulmones, cuando el ataúd fue exhumado y abierto. Era que en la órbita izquierda de aquella cabeza habían abierto un horrible boquete y a su lado, sobre la deshecha cabecera del ataúd, habían depositado dos bolas sanguinolentas, vítreas, con las retinas definitivamente abiertas al ultimo horror…
   Maldijiste de tu oficio, de los macabros frutos que en ocasiones te veías obligado a recoger, y empezaste a sentir en la garganta esa sed áspera, turbadora, de la venganza. Quienquiera que fuese ese monstruo abominable acabaría cayendo en tus manos, y cuando eso sucediera no conocerías la piedad.
   No te fue difícil averiguar la identidad del cadáver. Se trataba de Jean Louise Nerval, una chica de la Provenza que, como tantas otras, había acudido a París en busca de trabajo. Estuvo empleada varios meses en una conocida boutique de los Campos Eliseos. Luego descubrieron su cuerpo ensangrentado, empuñando una pistola, en la cama de su apartamento. Aparentemente había puesto fin a su vida disparándose en el ojo izquierdo. Los vaivenes de la política habían aconsejado que, por aquellos días toda la policía de París siguiera la caza de un famoso gangster, distrayendo así la atención pública de otros temas mas peligrosos. En el acoso y derribo de este individuo, al que finalmente ejecutaron en plena calle, siguiendo el ejemplo de las películas americanas, no había tiempo para ocuparse de otros asuntos, y así se dio por buena la teoría de que Jeanne Louise Nerval, de quien se decia que sufría depresiones a menudo, se había suicidado.
   Insististe que no había sido así al descubrir, junto al cadáver, el horrendo homenaje de aquellos dos ojos arrancados, e imaginaste una historia terrible en que la pasión y el sadismo habían forjado una cadena de horrores que el verdugo prolongaba más allá de la muerte de la víctima. Pero las indagaciones en torno a la muerte de Jeanne Louise fueron infructuosas, y el único camino que te quedaba pasaba por aquella boca de alcantarilla que pasaba por el cementerio del Pére Lachaise.
   El invierno comenzaba a afilar sus cuchillos sobre el negro pedernal de las noches de París. Pero una a una, durante semanas interminables, hiciste guardia bajo los cipreses, cerca de aquella boca de alcantarilla, cada vez mas consumido por tu acuciante sed de venganza.
   Una a una hasta esa noche en que, por fin, esa boca de alcantarilla se ha abierto de nuevo. Ya casi no esperabas, pobre inspector Lefévre, contemplar la malignidad de esos ojos grises, la torpeza de monigote gigantesco de esos pasos lentos, inseguros; ya casi habías perdido la esperanza de escuchar como se arrastran esos pies  que tan enormes y peludos te han parecido a la difusa luz de la luna, con qué lúgubres ecos resuena su respiración entrecortada por las paredes del cementerio. “Es un blanco fácil y puedo disparar ahora, te has dicho antes de que el miedo y una abyecta curiosidad se apoderasen de ti porque lo cierto es que querías ver representada ante tus ojos la horrenda escena que tantas veces habías imaginado.
   Y en efecto, ante ti se han desarrollado, tal y como esperabas. La negra piel con que se cubre está de nuevo reluciente de sangre, la misma sangre que empaña esa armadura metálica con que cubre sus dientes, esa misma sangre que le gotea de sus extraños guantes, acabados en cinco garfios retorcidos. Ahí tienes a tu enemigo, desdichado inspector Lefévre, con el copioso sudor dibujándole chorreones sobre la cara tiznada de hollín, encaminándose a profanar de nuevo la tumba, provisto de un objeto redondo, sanguinolento, en su mano derecha. Observa con qué sigilosa maña extrae la lápida, con qué increíble fuerza y pericia saca el ataúd, procurando hacer el menor ruido posible. Y míralo ahora, arrodillado frente a ese rostro corrompido. Observa con que pasión lo besa, escucha ese largo gemido, ese desesperado lamento. Y no, no sueñas, puedes percibir con claridad la naturaleza de este nuevo rumor que te llega a los oídos: está llorando.
   Si fuera posible llegar a sentir compasión por este ser abominable, ahora la estarías sintiendo. Pero mira como relame el ojo de su nueva víctima, como lo pasa por la piel de oso que cubre su brazo para abrillantarlo, para limpiarlo de impurezas, y como finalmente sonríe con ojos extraviados y deposita su ofrenda junto a las anteriores. El llanto ha sido sustituido por un regüeldo espantoso, y de las profundidades de su estomago aflora hasta las comisuras de sus labios un hilo de sangre…
   Incapaz de reacción alguna, fascinado por la ominosa naturaleza de lo que presencias, esperas a que el ataúd se selle, sea de nuevo introducido en el nicho y éste se cierre con la lápida. ¡Ahora es el momento de actuar!
   Pero antes que te levantes del escondite, antes de que aciertes a encañonarlo con tu pistola, él se ha vuelto y se ha dirigido directamente hacia ti, seguro, maligno, con una tenebrosa sonrisa dibujándose en su cara tiznada, brillándole mas que nunca esos dientes metálicos… ¡Sabía que estabas allí desde que abrió la tapa de la alcantarilla! Ahora le estas apuntando directamente entre los ojos, pero tiemblas, no puedes evitar que un sudor frío te empape hasta los huesos, y tu dedo trata en vano de oprimir el gatillo… es apenas un segundo cargado de brumas que oscurecen tu mente, pero la mente de tu enemigo está despierta, sus reflejos esquizofrénicos son mas rápidos que los tuyos, y antes de que quieras darte cuenta sobre tu rostro el viscoso calor de un escupitajo ensangrentado… Los muertos se sobresaltan entonces con el ruido de tu inútil disparo (es el tronco de un viejo ciprés el que lo recibe) y tu oscuro enemigo alcanza con asombrosa celeridad la boca de la alcantarilla.
   Ahora has caído en la trampa porque el furor te ciega, contagiándote la locura de tu enemigo. Te internas en su terreno, en ese oscuro laberinto subterráneo donde hasta las ratas son capaces de hacerte frente. Corres, completamente fuer
a de ti, por esos pasillos húmedos, llenándote la cara de telarañas, mientras al fondo, muy al fondo, mas allá del pobre alcance de tu linterna, resuenan esos pasos lejanos hasta perderse en el silencio mas absoluto.
   Te das cuenta entonces de que estás solo, horriblemente solo, y de que eres incapaz de encontrar salida. No te queda mas asidero en este mundo de sombras que la empuñadura de tu pistola, ya que la linterna encendida delataría tu presencia… Y ahora vuelves de nuevo a escuchar unos pasos ¿O es el desenfrenado galope de tu corazón? Presientes que la muerte está cerca, mucho mas cerca de lo que te imaginas, ya que sus dedos fríos acarician tu espalda vulnerable. ¿Serás alguna vez capaz de dar los pasos necesarios para encontrar la defensa de una pared?

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